Sobre el Héroe y Sobre la Mujer
Barón Julius Evola

Como es evidente, la doctrina de la Edad de Oro forma parte de la cuatro edades, que nos habla de la mencionada involución progresiva verificada en el curso de la Historia, a partir de tiempos remotísimos. Pero cada una de estas edades posee también un significado morfológico, al expresar una forma típica y universal de civilización. Después de la Edad de Oro, tenemos la de la Plata, que correspode a un tipo sacerdotal más femenino que viril, de espiritualidad: nosotros la llamamos espiritualidad lunar, porque el símbolo de la plata tradicionalmente siempre fue, respecto al del oro, como la Luna es al Sol, y aquí, una correspondencia de este tipo es particularmente clarificadora: la Luna es el astro feminine que no tiene ya en sí, como el Sol, el principio de la luz propia. De ahí el paso a todo aquello que es espiritualidad condicionada por una mediación, o bien espiritualidad extrovertida, caracterizada por una actitud de remisión, de abandono, de arrebato amante o estático. Tenemos así la raíz del fenómeno religioso en sentido estricto, desde sus variants teisticodevocionales hasta las místicas.

Cada aparición de una virilidad salvaje y materializada contra tales formas espirituales define una Edad de Bronce. Es la degradación de la casta guerrera [yaoquizqueh], su rebeldía contra quien representa el espíritu en cuanto éste ya no es el jefe olímpico [the superman], sino sólo un sacerdote; es el desencadenamiento del principio propio de ella como orgullo, violencia, guerra. El mito correspondiente es la revuelta titánica o demoníaca, el intento prometeico de usurpar el fuego olímpico. La Era de los gigantes, o del Lobo, o de los seres elementales, es una representación equivalente, que se encuentra en diversas tradiciones y en los fragmentos conservados de ellas en las leyendas y en las epopeyas de los diferentes pueblos.

La última es la Edad de Hierro o, según la correspondiente denominación —expresión hindú—, la edad oscura. Entra en ella toda civilización idólatra, toda civilización que conozca y exalte tan sólo aquello que es humano y terrenal. Contra tales formas de decadencia se define la idea de un posible ciclo de restauración, llamado por Hesíodo ciclo heroico, o edad de los héroes. Aquí se debe aceptar el término heroico en un sentido especial, técnico, distinto del usual. Según Hesíodo, la generación de los héroes fue creada por Zeus, es decir por el principio olímpico, con la posibilidad de reconquistar el estado primordial y, por consiguiente, dar vida a un nuevo ciclo aúreo (3). Pero para realizarla, como precisamente sólo se trata de una posibilidad, no ya un estado de naturaleza, se impone la doble condición de superar tanto la espiritualidad lunar como la virilidad materialista, lo que equivale a decir tanto el sacerdote como el simple guerrero o el titán. Estos rasgos aparecen en las figuras heroicas de casi todas las tradiciones. Así, por ejemplo, precisamente se describe en tales términos en la tradición helenicoaquea [Helenoyan chaneh tlahtollotl]: Heracles: como prototipo heroico; tiene como adversaria perenne a Hera, figura soberana del culto panteístico-lunar; se gana la inmortalidad olímpica sobre todo por ser el aliado de Zeus, del principio olímpico, contra los gigantes, y según uno de los mitos de tal ciclo, por su mediación el elemento titánico (Prometeo) es liberado y se reconcilia con el olímpico.

Debe destacarse que si en el titán se concibe quien no acepta la condición humana y quiere arrebatar el fuego divino, sólo un rasgo separa al héroe del titán. Donde ya un Píndaro exhortara a no querer tornarse dioses, y, en la mitología hebrea, el símbolo de Adán sirviera como una admonición análoga e indicara un peligro fundamnetal. El tipo titánico —o, desde otro punto de vista, el tipo guerrero— permanece, en el fondo, la materia prima del héroe. No obstante, para la solución positiva, es decir para la transformación olímpica como reintegración del estado primordial, se impone una doble condición.

Ante todo la prueba y la confirmación de las cualidades viriles —en el simbolismo épico y caballeresco, una serie de empresas, de aventuras, de gestas, de combates— pero de tal tipo que no se transforme en un límite, en hybris, en encierro del Yo, que no obstaculice la capacidad de abrirse a una fuerza trascendente, en función de la cual puede solamente el fuego tornarse luz, y liberarse. Por otra parte, una liberación de esta clase no debe significar el cese de la tensión interior, por lo que una prueba ulterior consiste en reafirmar de forma adecuada la cualidad viril en el plano supersensible, lo cual tiene como consecuencia, precisamente, la transformación olímpica, la consecución de aquella dignidad que en las tradiciones iniciáticas siempre ha sido designada como regia. Éste es el punto decisivo que diferencia a la experiencia heroica de toda evasión mística y de toda confusión panteísta, y entre los simbolismos que a ello puedan referirse aquí debemos recordar sobre todo el de la mujer.

En tradición indoaria [tonatiuh icalaquiyantlacatl], cada dios —cada poder transcendental— va unido a una esposa, y el término çakti, esposa, quiere decir también potencia. En Occidente, la sabiduría, sophia, a veces el propio Espíritu Santo, tuvieron como símbolo una mujer de origen real, mientras que Hebe se nos aparece como la juventud perenne olímpica entregada por esposa a Heracles. En las representaciones egipcias, las mujeres divinas ofrecen a los reyes el loto, símbolo de renacimiento, y la llave de la Vida. Como los fravashi iraníes, las walkyrias nórdicas son simbolismos de partos trascendentales de guerreros, son las fuerzas de su destino y de su victoria. La tradición romano conoció una Venus Victrix, con el carácter de generadora de una estirpe imperial (Venus Victrix), y la céltica, mujeres sobrenaturales que raptan a los héroes en islas misteriosas, para hacerlos inmortales con su amor. Eva, según cierta etimología, quiere decir la Vida, la Viviente. Sin continuar con la serie de tales ejemplos, desarrollada ya por nosotros en otro lugar, comprobamos que un simbolismo harto difuso ha configurado en la mujer una fuerza vivificante y transfigurante, a través de la cual puede producirse la superación de la condición humana. Por otra parte, ¿cuál es el fundamento de la configuración femenina de esa fuerza? Todo simbolismo se basa en precisas relaciones de analogía, por lo cual es necesario partir de las posibles relaciones entre hombre y mujer. Estas relaciones pueden ser normales o anormales. Son anormales cuando la mujer se vuelve dominadora del hombre. El simbolismo de la mujer que se liga a este segundo caso no afecta al tema que ahora tratamos, por lo cual no nos extenderemos sobre él. Señalaremos, al respecto, que únicamente se trata de concepciones ginecocráticas (matriarcales) que se consideran como restos del ciclo de la civilización lunar, en las cuales se refleja el tema de la dependencia y de la pasividad del hombre con respecto al espíritu concebido como especie femenina (Madre cósmica o Magna Mater, Madre de la Vida, etcétera): tema característico, precisamente, de dicho ciclo.

Sin embargo, no encaja necesariamente en ese marco la idea más general de la mujer como administradora del sacrum, como principio vivificante, como portadora de una Vida que libera, anima y transforma el simple ser (4). Una idea de esta clase puede encajar, en cambio, y efectivamente a menudo así ha sido, en el mundo de la espiritualidad llamada por nosotros heroica. Sin embargo, en tal caso debemos referirnos, como base de la analogía y del simbolismo, a las relaciones normales entre hombre y mujer, y de ellas resulta el concepto fundamental de una situación, en la que el principio viril conserva su propia naturaleza; el espíritu, frente a ello, es la mujer: aquél es lo activo; ésta, lo pasivo, hasta frente a la fuerza que lo transfigura y vivifica, el héroe mantiene el carácter que el hombre posee como señor de su mujer. De paso, destaquemos que aquí nos encontramos en el caso opuesto al simbolismo nupcial preferentemente usado en la mística de orientación religiosa, sobre todo en la cristiana, en que al alma se le atribuye, en cambio, el papel femenino, el de la esposa.

Una vez sentado esto, recordando los signos del centro, tenemos símbolos compuestos: la Mujer de la Isla, la Mujer del Árbol, la Mujer de la Fuente, la Mujer o Reina del Castillo, la Reina de la Tierra Solar, la Mujer escondida en la Piedra, etcétera. En particular, como Viuda, la mujer expresa una época de taciturnidad, es decir, la tradición, la fuerza o lapotencia que ya no es poseída, que ha perdido a su hombre y espera a un nuevo señor o heróe (5): análogo es el significado de la Virgen aprisionada que espera ser liberada y esposada por un caballero predestinado. Sobre esta base, todo aquello que en las leyendas épicas y en muchas narraciones caballerescas se encuentra reflejado en hechos de aventuras y de luchas heroicas emprendidas sobre la fidelidad a una mujer y con la esperanza de poseerla, casi siempre es susceptible de ser interpretado a manera de un simbolismo para las pruebas de la calidad viril, que le imponen como una premisa para la integración trascendental de la personalidad. Y si en esta literatura también encontramos mujeres, a las cuales se atribuye un motivo de seducción y de peligro para el héroe, esto no debe entenderse solamente en su sentido primitivo y directo, o sea en términos de simple seducción carnal, sino también situándose en un plano más elevado, en base al peligro que la aventura heroica conduce a una caída titánica. Entonces, la mujer expresa la seducción constituida por la potencia y por el conocimiento trascendental, cuando el significado de su posesión sea la usurpación prometeica y la culpa del orgullo prevaricador. Otro aspecto contrapuesto puede tener relación con lo que alguien ha llamado la muerte succionadora que procede de la mujer, refiriéndose a la pérdida del principio más profundo de la virilidad.

(3) Hesíodo, Op. et Die, versos 156-173.

(4) Cfr. Nuestra obra Eros and the Mysteries of Love, Roma, 1969.

(5) De aquí procede también el significado evidente de la expresión hijo de la Viuda, la cual, desde la tradición iraní y del maniqueísmo, se ha conservado hasta en la masonería occidental.

Ver también: Corridos de Románico

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